lunes, 24 de octubre de 2011

Itinerarios literarios (II)

Descenso a los infiernos

El infierno, etimológicamente, indica un lugar inferior. Para el mundo grecolatino el infierno es la región habitada por los difuntos después de abandonar la vida. Es un espacio lúgubre, poco atractivo que presupone, lógicamente, la creencia en la inmortalidad del alma. Para los cristianos, el infierno es el lugar al que son destinados los condenados por haber muerto en enemistad con Dios, y comparte escenario ultraterreno con el cielo y el purgatorio. Propiamente hablando, para la fe cristiana el infierno más que un lugar es un estado.
En el canto XI de la Odisea, Odiseo o Ulises (es el mismo nombre según el dialecto griego que se emplee) desciende al Hades o infierno. Lo mismo hace Eneas en el libro VI de la Eneida. Dante Alighieri, en su Divina Comedia, hace un largo viaje a través de los tres espacios: infierno, purgatorio y paraíso. Don Quijote, en II 22, desciende a la Cueva de Montesinos, que no es propiamente el infierno, pero la descripción de lo que ha visto lo acerca a los tres viajes de que hemos hablado y que pueden reunirse bajo el epígrafe “descenso a los infiernos”.
En la Odisea el “pueblo de los difuntos” se encuentra en “los confines del Océano”. Odiseo llega allí en busca del adivino Tiresias, para conocer su futuro. Su acceso se realiza mediante libaciones y sacrificios propiciatorios, en una dinámica cultual del “do ut des”. Sacrifico y hago votos para que me des acceso, para que me hables, para que me seas propicio…
Las almas acuden ante la sangre y el terror se apodera de Odiseo, que va encontrando a personas conocidas: Elpénor, uno de sus hombres; Anticlea, su propia madre… y, sobre todo, a Tiresias, objetivo de su descenso, quien le profetiza todo lo que le va a ocurrir hasta su muerte. A continuación, Anticlea le explica la situación de su familia en Ítaca y después se va enumerando un catálogo de mujeres de las que se cuenta su historia en una suerte de repertorio mitológico.
Desde el punto de vista de la técnica narrativa, este relato se sitúa en boca de Odiseo, que está contando sus peripecias en el palacio de Alcínoo, rey de los feacios. Odiseo interrumpe su historia: es tarde, pero el rey de los feacios le anima a continuarla. Es una estrategia inteligente, que interrumpe un relato interesante para crear más expectación y ansia de conocer cómo acabó el periplo por el Hades.
Odiseo continúa su historia. Se encuentra con Agamenón, el rey de los griegos, que narra su muerte a manos de su mujer Clitemnestra y su amante Egisto. Se contrapone la perfidia de Clitemnestra y la sensatez y fidelidad de Penélope. Aparece Aquiles, que se alegra con las nuevas de Odiseo sobre su hijo Neoptólemo.
Se nos presenta a Minos, hijo de Zeus, “sentado y empuñando áureo cetro, pues administraba justicia a los difuntos. Estos, unos sentados y otros en pie a su alrededor, exponían sus causas al soberano en la morada de Hades”.
Luego vemos personajes atormentados: “Titio, el hijo de la augusta Gea, echado en el suelo, donde ocupaba nueve yugadas. Dos buitres, uno de cada lado, le roían el hígado, penetrando con el pico en sus entrañas, sin que pudiera rechazarlos con las manos; porque intentó hacer fuerza a Leto, la gloriosa consorte de Zeus, que se encaminaba a Pito por entre la amena Panopeo”. “Tántalo, el cual padecía crueles tormentos, de pie en un lago cuya agua le llegaba a la barba. Tenía sed y no conseguía tomar el agua y beber: cuantas veces se bajaba el anciano con la intención de beber, otras tantas desaparecía el agua absorbida por la tierra, la cual se mostraba negruzca en torno a sus pies y un dios la secaba. Encima de él colgaban las frutas de altos árboles -perales, manzanos de espléndidas pomas, higueras y verdes olivos-; y cuando el viejo levantaba los brazos para cogerlas, el viento se las llevaba a las sombrías nubes”. “Císifo, el cual padecía duros trabajos empujando con entrambas manos una enorme piedra. Forcejeaba con los pies y las manos e iba conduciendo la piedra hacia la cumbre de un monte; pero cuando ya le faltaba poco para doblarla, una fuerza poderosa derrocaba la insolente piedra, que caía rodando a la llanura. Tornaba entonces a empujarla, haciendo fuerza, y el sudor le corría de los miembros y el polvo se levantaba sobre su cabeza”.
Odiseo cuenta que después vio la imagen de Heracles (Hércules en Roma) “pues él está con los inmortales dioses, se deleita en sus banquetes, y tiene por esposa a Hebe, la de los pies hermosos, hija de Zeus y de Hera, la de las áureas sandalias”.
Se vislumbran pues tres espacios de ultratumba: el feliz de los dioses, el triste del común de los mortales y el torturante de otros, castigo de sus infamias.
Zeus se nos aparece como un dios grande, mujeriego, adúltero, a quien no le gusta sufrir adulterio, y ejerce cierto control sobre el destino.




La llegada de Eneas al Hades es semejante a la de Odiseo. Llega a la cueva de la sibila, sacerdotisa de Apolo, que le conmina a ofrecer un sacrificio. Eneas pronuncia una auténtica oración a Apolo, a su sacerdotisa y a Hécate. Les pide poder asentarse en el Lacio y conocer los oráculos. La sibila le desvela su futuro. Eneas le pide descender al infierno para ver a su padre.
Como en la Odisea se pone de manifiesto la necesidad de no dejar a ningún compañero sin sepultura. Era Miseno. Los ritos que cumple Eneas para entrar en el Hades son mucho más elaborados que los de Odiseo.
El infierno virgiliano posee una arquitectura mucho más definida que el homérico:
“En el mismo vestíbulo y en las primeras gargantas del Orco tienen sus guaridas el Dolor y los vengadores Afanes; allí moran también las pálidas Enfermedades, y la triste Vejez, y el Miedo, y el Hambre, mala consejera, y la horrible Pobreza, figuras espantosas de ver, y la Muerte, y su hermano el Sueño, y el Trabajo, los malos Goces del alma. Vense en el fondo del zaguán la mortífera Guerra, los férreos Tálamos de las Euménides y la insensata Discordia, ceñida de sangrientas ínfulas la serpentina cabellera”.
Tras la personificación de diversas situaciones y aflicciones humanas se describen una serie de seres maléficos: “Moran además en aquellas puertas otras muchas monstruosas fieras, los Centauros, las biformes Escilas y Briareo el de los cien brazos, y la Hidra de Lerna con su espantoso silbido, y la flamígera Quimera, las Górgonas, las Arpías y aquella alma que animó tres cuerpos”.
La geografía infernal incluye la laguna Estigia, los ríos Aqueronte y Cocito…
La sibila acompaña a Eneas (en La Divina Comedia será Virgilio quien acompañe a Dante).
Aparecen miserables que yacen insepultos; se encuentran con Palinuro, el timonel del barco de Eneas; Caronte, Cerbero, niños de muerte prematura, condenados por sentencia injusta, suicidas y muertos de amor como Dido, que desprecia a Eneas. Luego vemos guerreros ilustres.
El Hades es llamado por Deifobo como “abismo de males”.
Después hay una bifurcación hacia los campos elíseos y hacia un lugar de castigo de los malos “asilo de los crímenes”.
Vislumbamos, con menos definición que en la Divina Comedia, los tres escenarios: infierno, purgatorio y cielo, aunque aquí los del lugar triste similar al purgatorio no se dice que puedan subir hasta los campos elíseos. Las diferencias sociales se mantienen en el mundo de ultratumba.
 En el espacio para los malos habitan ·los que en vida aborrecieron a sus hermanos o hirieron a su padre o vendieron el interés de su cliente; los que, numerosísima muchedumbre, incubaron riquezas atesoradas para ellos solos, sin dar una parte a los suyos; los que perdieron la vida por adúlteros; los que promovieron impías guerras o no temieron hacer traición a sus señores; todos estos, encerrados allí, aguardan su castigo. No intentes saber qué castigo es el suyo; unos hacen rodar un gran peñasco, otros penden amarrados a los radios de una rueda. El infeliz Teseo está sentado y lo estará eternamente, y Flegias, el más desgraciado de todos, amonesta a los demás y va clamando entre las sombras con grandes voces: "¡Escarmentad con mi ejemplo; aprended con él a ser justos y a no despreciar a los dioses!" Este vendió por oro su patria y le impuso un tirano; hizo y deshizo leyes por su solo interés. Ese incestuoso atropelló el lecho de su hija; todos osaron concebir grandes maldades y las llevaron a cabo. No, aun cuando tuviese cien lenguas y cien bocas y una voz de hierro, no podría expresar todas las formas de los crímenes ni decirte todos los nombres de sus castigos".
El pecado no es un invento cristiano.
Hecho esto, y habiendo ya cumplido con la diosa, llegaron a los sitios risueños y a los amenos vergeles de los bosques afortunados, moradas de la felicidad. Ya un aire más puro viste aquellos campos de brillante luz, ya aquellos sitios tienen su sol y sus estrellas. Unos ejercitan sus miembros en herbosas palestras y se divierten en luchar sobre la dorada arena; otros danzan en coro y entonan versos. Allí el sacerdote Tracio, arrastrando largas vestiduras, acompaña sus cantos con las siete cuerdas de su lira, que ora impulsa con los dedos, ora con el ebúrneo plectro. Allí está el antiguo linaje de Teucro, raza bellísima, héroes magnánimos, nacidos en mejores tiempos, Ilo, Asáraco y Dárdano, el fundador de Troya. Asombrado Eneas, ve a lo lejos armas, carros vacíos, lanzas hincadas en tierra y caballos sueltos paciendo diseminados por las vegas; la afición que aquellos guerreros tuvieron en vida a los carros y las armas, su antiguo afán por criar lozanos corceles, los siguen aún en el seno de la tierra. Luego ve a derecha e izquierda a otros comiendo tendidos sobre la hierba y entonando en coro jubiloso himnos en honor de Apolo, en medio de un fragante bosque de laureles, adonde viene a caer el caudaloso Erídano, difundiéndose de allí por toda la selva.
“Allí están los que recibieron heridas lidiando por la patria, los sacerdotes que tuvieron una vida casta, los vates piadosos que cantaron versos dignos de Febo, los que perfeccionaron la vida con las artes que inventaron y los que por sus méritos viven en la memoria de los hombres. Todos estos llevan ceñidas las sienes de nevadas ínfulas. Ya en medio de ellos, la Sibila les habla así, dirigiéndose más particularmente a Museo, a quien rodean los demás y que lleva a todos la cabeza: "Decidme, almas bienaventuradas, y tú, virtuosísimo vate, ¿en cuál región, en qué sitio mora Anquises? Por él venimos y por él hemos cruzado los grandes ríos del Erebo." Así respondió brevemente Museo: "Ninguno tiene aquí morada fija; habitamos en frondosos bosques y una veces andamos por los altos ribazos, otras por las márgenes de los arroyos; pero si tal es vuestro deseo, subid este collado, y pronto señalaré un camino para que le encontréis fácilmente." Dijo, y echando a andar delante de ellos, les muestra desde la altura unas risueñas campiñas a las cuales bajan en seguida.
“Estaba entonces Anquises examinando con vivo afán unas almas encerradas en el fondo de un frondoso valle, almas destinadas a ir a la tierra, en las cuales reconocía todo el futuro linaje de sus descendentes, su posteridad amada, y veía sus hados, sus varias fortunas, sus hechos, sus proezas. Apenas vio a Eneas, que se dirigía a él cruzando el prado, tendiole alegre entrambas manos, y bañadas de llanto las mejillas, dejó caer de sus labios estas palabras: "¡Que al fin has venido, y tu tan probada piedad filial ha superado este arduo camino! ¡Que al fin me es dado ver tu rostro, hijo mío, y oír tu voz y hablarte como de antes! Yo en verdad, computando los tiempos, discurría que así había de ser, y no me ha engañado mi afán. ¡Cuántas tierras y cuántos mares has tenido que cruzar para venir a verme! ¡Cuántos peligros has arrostrado, hijo mío! ¡Cuánto temía yo que te fuesen fatales las regiones de la Libia!" Eneas le respondió: "Tu triste imagen, ¡Oh padre! presentándoseme continuamente, es la que me ha impulsado a pisar estos umbrales. Mi armada está surta en el mar Tirreno. Dame, ¡Oh padre! dame tu diestra y no te sustraigas a mis brazos." Esto diciendo, largo llanto bañaba su rostro: tres veces probó a echarle los brazos al cuello; tres la imagen, en vano asida, se escapó de entre sus manos como un aura leve o como lado sueño.
Eneas en tanto ve en una cañada un apartado bosque lleno de gárrulas enramadas, plácido retiro, que baña el río Leteo. Innumerables pueblos y naciones vagaban alrededor de sus aguas, como las abejas en los prados cuando, durante el sereno estío, se posan sobre las varias flores, y apiñadas alrededor de las blancas azucenas, llenan con su zumbido toda la campiña. Ignorante Eneas de lo que ve, y estremecido ante aquella súbita aparición, pregunta la causa, cuál es aquel dilatado río y qué gentes son las que en tan grande multitud pueblan sus orillas. Entonces el padre Anquises, "Esas almas, le dice, destinadas por el hado a animar otros cuerpos, están bebiendo en las tranquilas aguas del Leteo el completo olvido de lo pasado. Hace mucho tiempo que deseaba hablarte de ellas, hacértelas ver, y enumerar delante de ti esa larga prole mía, a fin de que te regocijes más conmigo de haber por fin encontrado a Italia." "¡Oh padre! ¿Es creíble que algunas almas se remonten de aquí a la tierra y vuelvan segunda vez a encerrarse en cuerpos materiales? ¿Cómo tienen esos desgraciados tan vehemente anhelo de rever la luz del día?" "Voy a decírtelo, hijo mio, para que cese tu asombro", repuso Anquises, y de esta suerte le fue revelando cada cosa por su orden:
"Desde el principio del mundo, un mismo espíritu interior anima el cielo y la tierra, y las líquidas llanuras y el luciente globo de la luna, y el sol y las estrellas; difundido por los miembros, ese espíritu mueve la materia y se mezcla al gran conjunto de todas las cosas; de aquí el linaje de los hombres y de los brutos de la tierra, y las aves, y todos los monstruos que cría el mar bajo la tersa superficie de sus aguas. Esas emanaciones del alma universal conservan su ígneo vigor y su celeste origen mientras no están cautivas en toscos cuerpos y no las embotan terrenas ligaduras y miembros destinados a morir; por eso temen, desean, padecen y gozan; por eso no ven la luz del cielo encerradas en las tinieblas de oscura cárcel. Ni aun cuando en su último día las abandona la vida, desaparecen del todo las carnales miserias que necesariamente ha inoculado en ellas, de maravillosa manera, su larga unión con el cuerpo; por eso arrostran la prueba de los castigos y expían con suplicios las antiguas culpas. Unas, suspendidas en el espacio, están expuestas a los vanos vientos; otras lavan en el profundo abismo las manchas de que están infestadas, o se purifican en el fuego. Todos los manes padecemos algún castigo, después de lo cual se nos envía a los espaciosos Elíseos Campos, mansión feliz, que alcanzamos pocos, y a que no se llega hasta que un larguísimo período, cumplido el orden de los tiempos, ha borrado las manchas inherentes al alma y dejádola reducida sólo a su etérea esencia y al puro fuego de su primitivo origen. Cumplido un período de mil años, un dios las convoca a todas en gran muchedumbre, junto al río Leteo, a fin de que tornen a la tierra, olvidadas de lo pasado, y renazca en ellas el deseo de volver nuevamente a habitar en humanos cuerpos. Dicho esto, llevó a su hijo y a la Sibila" hacia la bulliciosa multitud de las sombras y se subió a una altura, desde donde podía verlas venir de frente en larga hilera y distinguir sus rostros.
"Escúchame, prosiguió, pues voy ahora a decirte la gloria que aguarda en lo futuro a la prole de Dárdano, qué descendientes vamos a tener en Italia, almas ilustres, que perpetuarán nuestro nombre; voy a revelarte tus hados. Ese mancebo, a quien ves apoyado en su fulgente lanza, ocupa por suerte el lugar más cercano a la vida, y es el primero que de nuestra sangre, mezclada con la sangre ítala, se levantará a la tierra; ese será Silvino, nombre que le darán los Albanos, hijo póstumo tuyo, que ya en edad muy avanzada tendrás, fruto tardío, de tu esposa Lavinia, la cual le criará en las selvas, rey y padre de reyes, por quien dominará en Alba Longa nuestro linaje. A su lado está Procas, prez de la nación troyana; síguele Capis y Numitor, y Silvio Eneas, que llevará tu nombre y te igualará en piedad y valor, si llega algún día a reinar en Alba Longa. ¡Qué mancebos! ¡Mira qué pujanza ostentan! De esos a cuyas sienes da sombra una corona de cívica encina, unos te edificarán las ciudades Nomento, Gabia y Fidena; otros levantarán en los montes los alcázares Colatinos, a Pometía, el castillo de Inno, a Bola y Cora; así se llamarán algún día esas que hoy son tierras sin nombre. A su abuelo sigue Rómulo, hijo de Marte y de Ilia, de la sangre de Asáraco. ¿Ves esos dos penachos que se alzan sobre su cabeza, y ese noble continente que en él ha impreso el mismo padre de los dioses? Has de saber, hijo mío, que bajo sus auspicios la soberbia Roma extenderá su imperio por todo el orbe y levantará su aliento hasta el cielo. Siete colinas encerrará en su recinto esa ciudad, madre feliz de ínclitos varones; tal la diosa de Berecinto, coronada de torres, recorre en su carro las ciudades frigias, ufana de ser madre de los dioses, abrazando a cien descendientes, todos inmortales, todos moradores del excelso Olimpo. Vuelve aquí ahora los ojos y mira esa nación; esos son tus romanos. Ese es César, esa es toda la progenie de Iulo, que ha de venir bajo la gran bóveda del cielo. Ese, será el héroe que tantas veces te fue prometido, César Augusto, del linaje de los dioses, que por segunda vez hará nacer los siglos de oro en el Lacio, y en esos campos que antiguamente reinó Saturno; en el que llevará su imperio más allá de los Garamantas y de los Indios, a regiones situadas más allá de donde brillan los astros, fuera de los caminos del año y del sol, donde el celífero Atlante hace girar sobre sus hombros la esfera tachonada de lucientes estrellas. Y ahora, en la expectativa de su llegada, los reinos Caspios y la tierra Meótica oyen con terror los oráculos de los dioses, y se turban y estremecen las siete bocas del Nilo. Ni el mismo Alcides recorrió tantas tierras, por más que asaetease a la cierva de los pies de bronce, que pacificase las selvas del Erimanto e hiciese temblar con su arco al lago de Lerna; ni Baco el vencedor, que por las altas cumbres de Nisa maneja con riendas de pámpanos los tigres que arrastran su carro. ¿Y titubearíamos aún en ejercitar nuestro valor con grandes hechos, o el miedo nos retraería de establecernos en las tierras de Italia? ¿Quién es aquel que se ve allí lejos, coronado de oliva, que lleva en la mano sacras ofrendas? Reconozco la cabellera y la blanca barba del rey que dará el primero leyes a Roma, y que desde su humilde Cures y desde su pobre tierra pasará a regir un grande imperio. Sucederale Tulo, que pondrá término a la paz de la patria y armará a sus pueblos, ya desacostumbrados de vencer. De cerca le sigue el arrogante Anco, que aun ahora se ufana demasiado con el aura popular. ¿Quieres ver a los reyes Tarquinos, y el alma soberbia de Bruto vengador, y las restauradas fasces? Ese será el primero que tomará la autoridad de cónsul y las terribles segures, y padre, condenará al suplicio por la hermosa libertad a sus hijos, promovedores de nuevas guerras. ¡Infeliz! Sea cual fuere el juicio que de ese acto haya de formar la posteridad, el amor de la patria y un inmenso deseo de gloria vencerán en su corazón. Mira también a lo lejos los Decios, los Drusos y al terrible Torcuato, armado de una segur, y a Camilo con las enseñas recobradas del enemigo. esas dos almas que ves brillar con armas iguales, tan unidas ahora que las rodean las sombras de la noche, ¡Ah! si llegan a alcanzar la luz de la vida, ¡Cuántas guerras moverán entre sí, cuánto estrago! ¡Cuántas huestes armarán uno contra otro! El suegro bajará de las cumbres alpinas y de la peña de Moneco y apoyarán al yerno los opuestos pueblos del Oriente. ¡Oh hijos míos, no acostumbréis vuestras almas a esas espantosas guerras, no convirtáis vuestro pujante brío contra las entrañas de la patria! Y tú el primero, tú, ¡Oh sangre mía! tú, que desciendes del Olimpo, ten compasión de ella y no empuñes jamás semejantes armas... Ese, vencedor de Corinto, subirá al alto Capitolio en carro triunfal, ilustrado con la matanza de los Aqueos. Ese debelará a Argos y a Micenas, patria de Agamenón, y al mismo hijo de Eaco, de la raza del omnipotente Aquiles; vengando así a sus abuelos troyanos y los profanados templos de Minerva. ¿Quién podría pasarte en silencio, ¡Oh gran Catón! y a ti, oh Cosso? ¿Quién al linaje de los Gracos y a los dos Escipiones, rayos de la guerra, terror de la Libia, y a Fabricio, poderoso en su pobreza, y a ti, ¡Oh Serrano! que siembras tus surcos? Las fuerzas me faltan ¡Oh Fabios! para seguiros en vuestra gloriosa carrera. Tú, ¡Oh Máximo! ganando tiempo, conseguirás salvar la república. Otros, en verdad labrarán con más primor el animado bronce, sacarán del mármol vivas figuras, defenderán mejor las causas, medirán con el compás el curso del cielo y anunciarán la salida de los astros; tú, ¡Oh romano! atiende a gobernar los pueblos; esas serán tus artes, y también imponer condiciones de paz, perdonar a los vencidos y derribar a los soberbios."
Así habló el padre Anquises a Eneas y a la Sibila, que le escuchaban atónitos; luego añadió: "¡Mira cómo se adelanta Marcelo, cargado de despojos, y cómo, vencedor, se levanta por encima de todos los héroes! Ese sostendrá algún día la fortuna de Roma, comprometida en apretado trance; intrépido jinete, arrollará a los Cartagineses y al rebelde Galo, y suspenderá en el templo de Quirino el tercer trofeo." En esto Eneas, viendo acercarse al lado del héroe un gallardo mancebo vestido de refulgentes armas, pero con la frente mustia, bajos los ojos e inclinado el rostro, "¿Quién es, ¡Oh padre!, dijo, ese que acompaña a Marcelo? ¿Es su hijo o alguno de la alta estirpe de sus descendientes? ¿Cuál le rodean todos con obsequioso afán! ¡Cómo se parecen uno a otro!, pero una negra noche rodea su cabeza de tristes sombras." Entonces el padre Anquises, bañados de llanto los ojos, exclama: "¡Oh hijo mío! no inquieras lo que será ocasión de inmenso dolor para los tuyos. Vivirá ese mancebo, pero los hados no harán más que mostrarle un momento a la tierra; la romana estirpe os hubiera parecido ¡Oh dioses! demasiado poderosa si le hubieseis otorgado ese don. ¡Cuántos gemidos se exhalarán por él desde el campo de Marte hasta la gran Roma! ¡Qué funerales verás, oh Tíber, cuando te deslices por delante de su reciente sepultura! Ningún mancebo de la raza troyana levantará tan alto las esperanzas de sus abuelos latinos, ni la tierra de Rómulo, se envanecerá tanto jamás de otro alguno de sus hijos. ¡Oh piedad! ¡Oh antigua fe! ¡Oh diestra invicta en la guerra! Jamás contrario alguno se le hubiera opuesto, impunemente, ya arremetiese a pie las huestes enemigas, ya aguijase con la esquela los ijares de espumoso corcel. ¡Oh mancebo digno de eterno llanto! si logras vencer el rigor de los hados, tú serás Marcelo... Dadme lirios a manos llenas, dadme que esparza sobre él purpúreas flores; que pague a los menos este tributo a los manes de mi nieto y le rinda este vano homenaje." Así van recorriendo sucesivamente el espacio de los dilatados campos aéreos y examinándolo todo. Luego que Anquises hubo conducido a su hijo por todos aquellos sitios, e inflamado su ánimo con el deseo de su futura gloria, le cuenta las guerras que está destinado a sustentar, le da a conocer los pueblos de Laurento y la ciudad de Latino, y de qué modo podrá evitar y resistir los trabajos que le aguardan. Hay dos puertas del Sueño, una de cuerno, por la cual tienen fácil salida las visiones verdaderas; la otra de blanco nítido marfil, primorosamente labrada, pero por la cual envían los manes a la tierra las imágenes falaces. Prosiguiendo en sus pláticas con su hijo y la Sibila, despídelos Anquises por la puerta de marfil, desde la cual toma Eneas derecho el camino hacia la escuadra y vuelve a ver a sus compañeros. Dirígese en seguida, costeando la playa, al puerto de Cayeta; allí echan anclas y atracan en la orilla.

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