Descenso a los infiernos
El infierno, etimológicamente, indica un lugar inferior. Para el mundo grecolatino el infierno es la región habitada por los difuntos después de abandonar la vida. Es un espacio lúgubre, poco atractivo que presupone, lógicamente, la creencia en la inmortalidad del alma. Para los cristianos, el infierno es el lugar al que son destinados los condenados por haber muerto en enemistad con Dios, y comparte escenario ultraterreno con el cielo y el purgatorio. Propiamente hablando, para la fe cristiana el infierno más que un lugar es un estado.
En el canto XI de la Odisea, Odiseo o Ulises (es el mismo nombre según el dialecto griego que se emplee) desciende al Hades o infierno. Lo mismo hace Eneas en el libro VI de la Eneida. Dante Alighieri, en su Divina Comedia, hace un largo viaje a través de los tres espacios: infierno, purgatorio y paraíso. Don Quijote, en II 22, desciende a la Cueva de Montesinos, que no es propiamente el infierno, pero la descripción de lo que ha visto lo acerca a los tres viajes de que hemos hablado y que pueden reunirse bajo el epígrafe “descenso a los infiernos”.
En la Odisea el “pueblo de los difuntos” se encuentra en “los confines del Océano”. Odiseo llega allí en busca del adivino Tiresias, para conocer su futuro. Su acceso se realiza mediante libaciones y sacrificios propiciatorios, en una dinámica cultual del “do ut des”. Sacrifico y hago votos para que me des acceso, para que me hables, para que me seas propicio…
Las almas acuden ante la sangre y el terror se apodera de Odiseo, que va encontrando a personas conocidas: Elpénor, uno de sus hombres; Anticlea, su propia madre… y, sobre todo, a Tiresias, objetivo de su descenso, quien le profetiza todo lo que le va a ocurrir hasta su muerte. A continuación, Anticlea le explica la situación de su familia en Ítaca y después se va enumerando un catálogo de mujeres de las que se cuenta su historia en una suerte de repertorio mitológico.
Desde el punto de vista de la técnica narrativa, este relato se sitúa en boca de Odiseo, que está contando sus peripecias en el palacio de Alcínoo, rey de los feacios. Odiseo interrumpe su historia: es tarde, pero el rey de los feacios le anima a continuarla. Es una estrategia inteligente, que interrumpe un relato interesante para crear más expectación y ansia de conocer cómo acabó el periplo por el Hades.
Odiseo continúa su historia. Se encuentra con Agamenón, el rey de los griegos, que narra su muerte a manos de su mujer Clitemnestra y su amante Egisto. Se contrapone la perfidia de Clitemnestra y la sensatez y fidelidad de Penélope. Aparece Aquiles, que se alegra con las nuevas de Odiseo sobre su hijo Neoptólemo.
Se nos presenta a Minos, hijo de Zeus, “sentado y empuñando áureo cetro, pues administraba justicia a los difuntos. Estos, unos sentados y otros en pie a su alrededor, exponían sus causas al soberano en la morada de Hades”.
Luego vemos personajes atormentados: “Titio, el hijo de la augusta Gea, echado en el suelo, donde ocupaba nueve yugadas. Dos buitres, uno de cada lado, le roían el hígado, penetrando con el pico en sus entrañas, sin que pudiera rechazarlos con las manos; porque intentó hacer fuerza a Leto, la gloriosa consorte de Zeus, que se encaminaba a Pito por entre la amena Panopeo”. “Tántalo, el cual padecía crueles tormentos, de pie en un lago cuya agua le llegaba a la barba. Tenía sed y no conseguía tomar el agua y beber: cuantas veces se bajaba el anciano con la intención de beber, otras tantas desaparecía el agua absorbida por la tierra, la cual se mostraba negruzca en torno a sus pies y un dios la secaba. Encima de él colgaban las frutas de altos árboles -perales, manzanos de espléndidas pomas, higueras y verdes olivos-; y cuando el viejo levantaba los brazos para cogerlas, el viento se las llevaba a las sombrías nubes”. “Císifo, el cual padecía duros trabajos empujando con entrambas manos una enorme piedra. Forcejeaba con los pies y las manos e iba conduciendo la piedra hacia la cumbre de un monte; pero cuando ya le faltaba poco para doblarla, una fuerza poderosa derrocaba la insolente piedra, que caía rodando a la llanura. Tornaba entonces a empujarla, haciendo fuerza, y el sudor le corría de los miembros y el polvo se levantaba sobre su cabeza”.
Odiseo cuenta que después vio la imagen de Heracles (Hércules en Roma) “pues él está con los inmortales dioses, se deleita en sus banquetes, y tiene por esposa a Hebe, la de los pies hermosos, hija de Zeus y de Hera, la de las áureas sandalias”.
Se vislumbran pues tres espacios de ultratumba: el feliz de los dioses, el triste del común de los mortales y el torturante de otros, castigo de sus infamias.
Zeus se nos aparece como un dios grande, mujeriego, adúltero, a quien no le gusta sufrir adulterio, y ejerce cierto control sobre el destino.