sábado, 4 de septiembre de 2010

George Steiner: Una lectura bien hecha


La mochila del soldado de infantería no tiene mucho espacio. Un jabón, unas hojas de afeitar, unos calcetines de repuesto. Pero hay lugar para un libro: El mundo como voluntad y representación (Die Welt als Wille und Vorstellung), de Schopenhauer. Sólo ese libro. El soldado en cuestión es mensajero de las vanguardias en las trincheras, tarea peligrosa si las hubo. Hombre de valor excepcional, será promovido a cabo y recibirá tres heridas graves antes de noviembre de 1918. Habrá leído una y otra vez el texto de Schopenhauer, que ya no lo dejará a lo largo de una existencia agitada.
Su lectura se dirigirá ante todo hacia la doctrina schopenhaueriana del Wille, de la voluntad. El mundo es en primer lugar y a fin de cuentas voluntad. Todo movimiento orgánico, todo pensamiento, no son sino pulsiones fenoménicas surgidas de la voluntad. Impulso de ser, del que el mundo y la dinámica ontológica que llamamos «vida» sólo son una manifestación siempre parcial, siempre naciendo y desapareciendo, la voluntad, der Wille, es simplemente el ser como lo dice el verbo «ser». No puede haber límite para esta voluntad, ya que semejante límite sería él mismo la expresión de otra voluntad, incluso contraria, como la de la antimateria, a la vez simétrica y destructiva, en la física nuclear moderna. Punto capital -que nuestro lector, bajo los huracanes de fuego de los años 14-18, habrá anotado cuidadosamente-, el Wille trasciende, al englobarlo, a su objeto. En ese voluntarismo cósmico, el objeto no es sino un momento en la eterna pulsión de la voluntad, no es sino un grano de arena arrojado por el maremoto o el calmado sismo del ser. De ahí que las nociones éticas aplicadas a los objetos del acto voluntario sean triviales, comparadas con el acto mismo. De ahí también que, en una perspectiva como predarwiniana, el individuo sólo sea una pompa efímera, una parte casi insignificante de la espuma que surge y se apaga en la superficie existencial del diluvio creador del Wille. Consciente de la nulidad de su estado y de los sufrimientos e ilusiones que le proporciona esa nulidad, el individuo que reflexiona buscará la extinción, el retorno a la noche informe de lo universal. Aniquilar es devolver a la vida la lógica y la dignidad del trans, es decir, de lo inhumano.



Otro tema sin duda habrá llamado la atención del soldado-lector de Schopenhauer, una paradoja in extremis (que ya había marcado profundamente a Wagner). Aunque ya no hubiera universo, afirma Schopenhauer, subsistiría la música. La voluntad quiso, en el pleno sentido del término, al cosmos. Cansada de esta niñería, muy probablemente deseará su extinción (como la que presenciamos cada día, en las galaxias o las especies animales). Quedará, precisamente el Wille ipso facto. Pero esa voluntad devoradora de sus objetos, al volver eternamente sobre sí misma (éste es el origen de la gran metáfora nietzscheana), tiene una forma estrictamente indecible. El querer tiene un «sonido». Es, para Schopenhauer, después de Kierkegaard, el de la música. La cosmología actual dice haber descubierto los ecos del big-bang, las radiaciones de fondo que se propagan hacia el infinito desde el instante de la creación de nuestro universo. Y Schopenhauer anticipa exactamente esa constatación: después de que este universo se apague, la música seguirá produciendo el «ruido del ser».
Un poco antes de 1914, Die Welt als Wille und Vorstellung encuentra otro lector atento. Gran burgués, escritor de genio, ese lector escapará a los sufrimientos de la guerra. Pero resiente su horror absurdo. Medita sobre Schopenhauer a la luz de las doctrinas del budismo indio, a las que el mismo Schopenhauer apela expresamente. La vida, todo lo que nuestra representación (la Vorstellun) es capaz de percibir y de sufrir de ella es sólo el «velo de Maya», ilusorio y pasajero. No hay que exaltar ni deplorar la presión inhumana de la voluntad. Hay que intentar huir de su imperio. El sabio se retira todo el tiempo de su breve paso sobre esta tierra llena de estupidez y de sufrimiento. No entrega ningún rehén al deseo, a la ambición, a la mundanidad -en el sentido pascaliano de la palabras-. Se abstiene y desiste con el fin de alcanzar, aún antes de su muerte biológica, el nirvana, la beatitud y la ascesis del alma. Para este lector, la filosofía de Schopenhauer es la del Oriente. Traduce una sabiduría infinitamente superior a las del voluntarismo, las filosofías de la acción, el dominio sobre el mundo, tal como las practicamos desde Aristóteles hasta Descartes, desde Descartes hasta Hegel. Y cuyos frutos inevitables son la guerra mundial y la contaminación del planeta. A su vez, Schopenhauer, con su comprensión casi abismal del cansancio del ser -tema crucial en nuestro segundo lector-, se habrá adelantado a Freud. «La pulsión de muerte», la búsqueda del thanatos en la última etapa del pensamiento freudiano, sería una recuperación del «budismo» de Shopenhauer. Es en cuanto aceptación razonada de la muerte, concebida como despertar de la pesadilla y de la obsesión demoníaca de la vida, como la metafísica y el arte -la música antes que nada- constituyen para el sabio entrenamiento para la negación, para ese aniquilamiento que, él sólo, le permite corregirse al gran error del ser.
De estas dos lecturas, ¿cuál es la mejor? ¿La del cabo Hitler, ebrio de voluntad, que recibe como suyos el implícito «más allá del bien y del mal» en la totalización del Wille en Schopenhauer y sus consecuencias relativas al aniquilamiento de lo individual? ¿O bien la de Thomas Mann, obsesionado con el llamado como gravitatorio (pensemos en Muerte en Venecia) de la disolución del ser, del adormecimiento de la voluntad y del largo murmullo del mar que refluye bajo el gran mediodía de un silencio final? ¿Quién, de nuestros dos lectores, supo leer mejor El mundo como voluntad y representación?
No hay ninguna respuesta objetiva o adecuada a semejante pregunta. Toda lectura es selectiva. Sigue siendo parcial y partidaria. Es encuentro en movimiento entre un texto y la neurofisiología de las estructuras de la conciencia receptiva, ahí donde la «neurofisiología» es sólo una clasificación pretenciosamente vaga para intentar aproximarse a los componentes estrictamente inconmensurables (formalmente y sustantivamente inconmensurables) del conjunto de las estructuras de la conciencia humana. Toda lectura es el resultado de presupuestos personales, de contextos culturales, de circunstancias históricas y sociales, de instantáneos huidizos, de casualidades determinadas y determinantes, cuya interacción es de una pluralidad, de una complicación fenomenológica que resiste a todo análisis que no fuera él mismo una lectura. No hay momento o elemento inconsciente en la vida de un Hitler, desde el mundo de las trincheras hasta lo informe, tal vez alucinante, de sus ambiciones, que no se refieran a su elección de Schopenhauer como compañero de viaje en 14-18 y al diálogo que inicia y que desde entonces mantendrá con Die Welt als Wille und Vorstellung. Igualmente, no hay nada en el estatuto social, en los reflejos culturales, en el modo de vida patricio, en el teclado de neurosis sobre el que toca un maestro de la gran fatiga en Occidente, que no sea pertinente para la interpretación de Schopenhauer por Thomas Mann. Dos lecturas, entonces, verdaderas y falsas. Como lo es el libro leído, que, por su parte, no logra reconciliar (pero ¿ambicionaba tal reconciliación?) la concepción de la voluntad ciega y cósmica con la de lo ilusorio en la creación y de la fuga fuera del ser.
Lo que importa -volveré a ello- es lo «consecuencial» (palabra poco elegante) en esos dos actos de lectura, es la entrada en materia vital y existencial de los dos lectores. Hitler intentará encamar la voluntad desnuda y rehacer el mundo bajo la luz negra de representaciones raciales. Enviará al descanso de la nada a millones de individuos. Thomas Mann compondrá una obra sutilmente nocturna, impregnada del pesimismo altanero de la filosofía de la renuncia en Schopenhauer (al que dedicará por cierto un ensayo importante). En varias ocasiones, asumirá el orientalismo del maestro. Él y Hitler situarán en la música (y no solamente la de Wagner, el schopenhaueriano) el hogar de otro modo inaccesible del misterio del ser y del destino. Uno de nuestros dos lectores escribirá libros que el otro quemará. Libresca es la lectura de un eminente texto filosófico, que sirve de fundamento a esos dos actos aparentemente contradictorios. Una ironía, si se quiere; pero ironía de lo serio.
La imposibilidad de legislar sobre estas dos lecturas, de declarar verídica a la una y falsa a la otra, ¿significa que toda lectura es igualmente buena o mala, que sólo hay «falsas lecturas» (Paul de Man), que toda interpretación es una ficción semántica, un juego de textualidades internas puesto que no hay extratextualidad?
De modo muy somero, pues, y con conocimiento de causa -causa perdida por el momento-, ¿cuál sería una «lectura bien hecha»? (la frase es de Péguy, lector eminentísimo). ¿Cuáles son las modalidades, humildemente prácticas, del compromiso entre el «yo» -concepto, lo sé, puesto él mismo en duda desde que Rimbaud nos hizo saber que es «otro»- y esa combinatoria de signos semánticos, siempre polivalentes, siempre subversivos de todo sentido posible que llamamos, en el umbral de la era electrónica y en el fin de la edad de Guttenberg, «un libro» o, para emplear la jerga actual, «un texto», un «acontecimiento de textualidad»?
En la lógica y la lingüística moderna prevalece el axioma de Frege, según el cual no es la palabra sino la frase (der Satz) la unidad de sentido. Esto podría efectivamente definir las estructuras elementales del discurso cuyo primer eje es el del razonamiento, el del argumento, el de la transferencia informática. Pero este principio no se aplica a la poética. En el texto literario, en el poema muy particularmente, la palabra es ya una forma compuesta y compleja. La letra es la fuente primera. Por su configuración visual, por el juego de sonoridad y de asociaciones nominales que esta configuración -manuscrita, impresa, iluminada, en grabado o en inscripción litográfica, sobre el pergamino o el momento- hace surgir. En las santas escrituras -matriz de toda teoría y práctica del entendimiento en Occidente-, es la consonante, sujeta a una verdadera polisemia de vocalizaciones diferentes, la que inicia y circunscribe el campo semántico (el Sprachfeld). La magia de la letra es vivida por los poetas desde los calígrafos de la Antigüedad y del Islam hasta el surrealismo y el letrismo del siglo XX. La poética de las vocales tal como la expresa Rimbaud es conocida por Píndaro y Virgilio, por los poetas floridos y los prosistas como Flaubert. Ya la sílaba, como todo el abanico de sus aperturas y de sus clausuras, de sus acentuadas y de sus menudas, es, en la música del sentido, un conjunto tan rico que escapa a todo análisis que quisiera ser exhaustivo. En el poema, la sílaba es a la vez recepción y resistencia a la soberanía demasiado perentoria de la palabra.
Una lectura bien hecha empieza por el léxico. Ahí reside y siempre vuelve a él. Un Littré total, en la biblioteca del sueño borgesiano, contendría toda la literatura y la aún por venir. Lo histórico de la palabra es la materia prima de su empleo. La alquimia del verbo practicada por el poeta invoca, turba, transmuta esta diacronía de la palabra. Por la vía del léxico, el escritor establece un diálogo y una rivalidad con sus predecesores. Al despertar esos temibles fantasmas, quisiera manifestar su muerte. Pero surgida del Littré, del Grimm, del Oxford English Dictionary, cada palabra, por innovadora, por esotérica que sea en su nuevo uso, lleva en sí una temporalidad casi arqueológica, el palimpsesto de cada empleo precedente. Este aporte es a la vez enriquecimiento infinito y amenaza. En el poema mediocre o rutinario, el peso del tiempo en el interior de la palabra puede aplastar. En algunos escritores, el léxico es el Ángel de Jacob. Rabelais, Flaubert, Joyce, Céline luchan cuerpo a cuerpo con su Littré y Larousse universal. Son capaces de hacer que se despliegue en la palabra la suma dinámica de su historia y de imponerle su sello. La palabra vuelve al léxico -precisamente después de esa lucha con el Ángel- marcada, renombrada. En adelante, gozará de su aura flaubertiana o joyceana. La palabra «sombra» ennegreció después de Hugo; la palabra «cosa» irradia obstinadamente desde Ponge. Amar la literatura es ser amante de léxicos.
Y de gramáticas. La sintaxis es la nervadura del sentido. Es lo que le da al pensamiento y a la intuición su canto. Nadie podría conocer «la gramática del poema», es decir su estructura significante, sin conocer «la poesía de la gramática» (Roman Jakobson). Es absurdo querer hacer música sin aprender sus reglas, sin saber lo que es una escala o un acorde. Absurdo equivalente a querer hacer una buena lectura sin informarse sobre las estructuras sintácticas que le son orgánicas. No escuchar la coreografía -un paso de danza se escucha- del ablativo absoluto en el verso de Horacio, del gerundio en Virgilio o La Fontaine, no querer saber en qué los pasados simples, los pasados compuestos o los pluscuamperfectos agencian la perfección, la inteligibilidad del mundo (el Weltsinn husserliano) en Flaubert o en Proust, que los analiza en su ensayo sobre Flaubert, es renunciar a la alegría de una lectura seria.
Sobre nuestra mesa de lectura, junto a una buena gramática histórica, otras herramientas de escucha. Un tratado, así sea rudimentario, de métrica. Explícitamente en toda poesía, implícitamente en toda prosa de calidad, es la medida, la cadencia, el ritmo, las breves y las largas, la puntuación: lo que «da sentido». El alejandrino incorpora una visión psicológica, social, política, tal como el verso llamado «libre». La imitación, la lucha contra el hexámetro clásico, determinará la evolución de nuestra poesía vernácula. Hay en Valéry como una puesta en música de una metafísica por el octosílabo. «Siento en mi alma el genio de esa sonata de Mozart, el soplo divino de esa balada de Chopin. No quiero saber lo que es una clave de sol, una cadencia, una medida en música». Singular y triste arrogancia, pero que practicamos cotidianamente en contra de la literatura. Al alcance de la mano, también, alguna instrucción a la retórica, a esa mecánica viviente de la elocuencia, a esa óptica del visionario, si se me permite la expresión, que de Platón y Cicerón a Hugo o Michelet construye códigos de las letras como en el de la política o el derecho. ¡Qué manual de las retóricas de la persuasión, de los adornos de la rabia, es el Viaje al fin de la noche! El aficionado a la danza intenta captar su coreografía, aunque sea en un nivel muy preliminar. El aficionado a la lectura intentará captar los instrumentos del decir, una vez más en un nivel que puede ser elemental.
Estas no son sino evidencias, trivialidades. Pero nuestra desherencia actual es tal que a veces parecen salir de una lengua muerta, de una condición del espíritu (moto spirituale) cuyos vestigios mismos invitan al ridículo.
El «buen lector» habrá probado estos medios de acceso. Habrá hecho o cantado sus escalas.
Ahora, nuestro lector está en posibilidad de emprender la lata aventura del «entender». Ahora, en el cruce de conocimientos adecuados, aunque siempre preliminares, y de una disponibilidad de percepción y de escucha siempre creciente, el lector compromete a la esfera semántica, es decir el universo del sentido. La lectura palabra por palabra, la lectura entre líneas, preparan el análisis gramatical, el de métrica y de la prosodia, el de las figuras retóricas, el de los tropos. A su vez, este análisis estilístico -sabemos en qué grado un estilo es una metafísica, una lectura del ser- prepara aquello que espera resultar, en el sentido propio del término, una explicación del texto.
Sólo después de esos ejercicios previos, pero ejercicios, lo repito, que ejercen una fascinación y tienen una capacidad de recompensa propia de ellos, sólo después de cierta adquisición de ese «alegre ser», se puede invocar a la hermenéutica y la eventualidad del sentido.
La afirmación de que no hay extratextualidad es un grafito infantil sobre los muros del sentido común. Sin embargo, por absurda que sea, esta idea borrosa es importante. Es sintomática de la trivialización, del nihilismo bizantino que quisieran reaccionar a la barbarie de nuestro siglo. Ironía iluminada: la afirmación de la autonomía, del autismo absoluto del texto, de su clausura sobre sí mismo, de su autorreferencia intratextual (afirmación que se remonta a la doctrina de la ausencia, de lo cancelado en Mallarmé) está ella misma sólidamente imbricada en el contexto -es decir la extratextual- política, social, epistemológicamente actual. Negación de la referencia, ella misma ultrarreferencial.
El simple sentido común del buen lector le dice en qué grado los datos históricos sociales, materiales en el seno de los cuales el texto en cuestión fue producido forman parte integrante de la recepción de todo sistema de signos, de toda comunicación verbal o escrita. Pero tomadas todas las precauciones frente a los abusos de lo biográfico, de lo circunstancial, sigue siendo cierto que la vida de un autor, que las premisas temporales, socioeconómicas, ideológicas de su obra son instrumentales para su interpretación. El lenguaje mismo, la posibilidad ontológica del discurso ya son extratextuales, cargados de historia, de conciencia y de inconsciencia ideológica, de localidad. Como nos lo dice Shakespeare, la palabra, la frase, le dan a nuestra experiencia del mundo (así fuera intuición pura e inmanente) «su morada» (habitación) local y su nombre. A su vez, el mundo del otro, la negociación del sentido con el otro (la intersubjetividad) hacen posible la trama de comprensión y de equivocación, el proceso de «traducción» recíproca del acto de lenguaje (el speech-act) y de toda hermenéutica. Como lo enseña Wittgenstein, entender una palabra es hacer que el otro la entienda, es lograr un consenso con él -siempre provisional, siempre sujeto a revisión- sobre sus modos de empleo. Demostración analítica a la que se añade en un Levinas toda una ética de la partición del sentido.
Una lectura seria dará provecho al contexto, a las condiciones generadoras de la obra, con todas las precauciones y todas las sospechas que impone el estatuto incierto del documento histórico, incluso del testimonio del autor. Hay un sentido, y no trivial, en el cual un párrafo, una frase, incluso una palabra en, digamos, Madame Bovary suponen, requieren para ser bien leídos, cierto conocimiento de la historia de la lengua y de la sintaxis francesa, del estado de esta lengua y de esta sintaxis en la época de Flaubert; cierto conocimiento de la sociedad, de los conflictos ideológicos, de la política rural de ese medio punto del siglo XIX; y, si ha de creerse el furor de comprensión, la manía por la lectura (que no siempre es la correcta) en Sartre, cierto conocimiento de los resortes más íntimos del psiquismo flaubertino. En todo texto que solicita una relectura -con lo que yo quisiera definir lo que pertenece a la literatura-, un pasaje y que nos «informa», la totalidad del mundo histórico y fenoménico. De ahí la estricta imposibilidad en literatura de una lectura formalmente y sustantivamente completa, exhaustiva, final. Sólo a la hora mesiánica, que tendrá también sus tristezas, el poema se entenderá totalmente, ya no habrá nada más que decir, el texto se cancelará en la claridad final de su interpretación.
Hasta ahí, toda lectura bien hecha sigue siendo provisional y tangencial. En ese cálculo diferencial del «leer bien», nos acercamos cada vez más a las vidas del sentido del texto sin cercarlas por completo, sin poder sustituirlas nunca con la explicación de la paráfrasis, de lo preciso, de lo analítico. Esta aproximación, retomada con cada lectura o relectura, como nueva con cada intento por el simple hecho de los cambios en la vida, en la sensibilidad, en las condiciones materiales y psicológicas del lector, viene precisamente del mundo extratextual y hacia ese mundo se dirige ese texto si quiere comunicar, si quiere ser otra cosa que enigma o sinsentido. Vuelvo al tema husserliano: Welt y Sinn son inseparables. Se reúnen en la síntesis del historial del cual la historia misma del sentido (el proceso de la hermenéutica y la historia de este proceso) forma parte integrante. Me parece que éstas son perogrulladas. Pero las acrobacias lúdicas de la desconstrucción y del pretendido «postmodernismo», así como el eclipse del pensamiento marxista sobre las funciones de la historia, de la ideología y de las condiciones de producción en la evolución de la literatura y de las artes, han acabado por volverlas sospechosas. Sentido y sentido común; el sentido común del sentido. Fundamentos obvios de toda buena lectura. Conceptos como destruidos en este fin de siglo en el país de Descartes y de Molière.
Una objeción: el esbozo que acabo de trazar del «buen lector» es puro cuento. ¿Quién tendría hoy el tiempo, la educación altamente privilegiada y los medios técnicos para hacer semejante lectura? ¿Quién dispondría de la indispensable reserva de silencio (el silencio se ha vuelto lo más costoso de nuestras ciudades gritonas, en el caos de los medios masivos electrónicos)? Antes que todo, ¿quién, salvo un talmudista de lo profano, un erudito o sabio de profesión, un bibliófilo o filólogo de una sensibilidad «anticuaria», tendría ganas de entregarse a semejante disciplina de la lectura y de la interpretación?
Primera respuesta: no exageremos. Los conocimientos lingüísticos, gramaticales, históricos que presume mi modelo del que lee no eran, hasta 1914 e incluso más tarde, ni elitistas ni esotéricos. Una sólida iniciación al latín, un contacto, aunque más escaso, con el griego; el análisis gramatical y métrico, una familiaridad con el trasfondo histórico, formaban parte natural del ciclo secundario en los liceos, los Gymnasia, las public schools de nuestra Europa. Lo más importante: aprender de memoria era, para el alumno, un ejercicio evidente y perenne. Este ejercicio implica toda una teoría de la historia, toda una filosofía de la cultura. Aprender un texto o parte de un texto de memoria es vivirlo en lo inmediato, es darle en nuestra existencia derecho de residencia y de presencia, siempre renovada, en la «casa de nuestro ser». Amar intensamente un poema es querer sabérselo de memoria, es querer abrigarlo contra toda censura, contra toda destrucción, sea política o material o sea la del olvido, más destructiva todavía (los poemas de Mandelstam, de Ajmátova, de Tsvetaieva sobrevivieron en la memoria). La posibilidad misma de una buena lectura se vincula con la de la memorización. Si todas esas prácticas y artes del entendimiento se apagaron en gran medida, si hoy resultan el atributo de una minoría siempre decreciente, este estado de cosas es sólo muy reciente. La amnesia programada de nuestra educación secundaria actual sólo se remonta a la catástrofe de las dos guerras mundiales y al imperio de la experiencia americana sobre la Europa agotada. Dejar a un niño en la ignorancia, robarle la gloria difícil de su lengua y de su herencia, no es una ley de la naturaleza.
Segunda respuesta: el orden de lectura tal como lo he evocado ha dado prueba de sus aptitudes. Tenemos varios testimonios. Sólo tengo que citar la exégesis del hallazgo hugoliano de la palabra Jerimadeth en la lectura que hace Péguy del Booz dormido. Exégesis fonética, gramatical, métrica y trascendental en el sentido kantiano de la palabra, que pasa a la evidencia al ir más allá de ella. Lectura en bajo continuo sobre la cual se elabora y se aclara la génesis significante del poema, vuelto a sí mismo, a su misterio que resiste finalmente gracias a la penetración de Péguy. O bien los «leyendo a Balzac» «leyendo a Stendhal», y ante todo, los ejercicios de lectura de Valéry propuestos por Alain. Diálogos casi sobre un pie de igualdad entre el texto y aquel cuya lectura es, como diría Bergson, dato (yo diría «don») inmediato de la conciencia instruida. O también esa obra maestra tan poco leída, Para un Malherbe de Ponge. Acto formidablemente lúcido, erudito y alegre a la vez, de reconocimiento, de conocimiento siempre en movimiento y que renace de un maestro hacia otro. Y si dejo el ámbito francés, la demostración hermenéutica tal vez más probatoria en nuestro siglo, la de la lectura de las parábolas de Kafka en la correspondencia de Walter Benjamín, con Gershom Scholem, lectura -con lo que todo está dicho- en el nivel de los textos leídos, y que desemboca, como es debido, en un poema notable (poema de la poética) de Scholem. Habría que citar muchos otros ejemplos de lecturas eminentemente bien hechas y que, si me atrevo a creerlo, le cantarán al alma falta de aire cuando queden olvidados la humillante jerga y los delirios de grandeza de «pretextualidad» que dominan en este momento.
«Me gustan los alfabetos, las declinaciones, los modos y los tiempos verbales, las sintaxis, los aspectos, todas las combinaciones con las cuales los hombres, en cualquier lugar de la tierra, se las ingenian para romper su soledad y tomar posesión del mundo». Así escribía Brice Parain. Intenté señalar en qué esegusto engendra toda lectura bien hecha y en qué le da al espíritu la libertad primera que es la del sentido -el «sentido común»-, término a la vez inconmensurablemente rico y problemático.
Ahora, después de la larga «temporada en el infierno», de este siglo, esta profesión de fe en el lenguaje, en la realidad (siempre de modo provisional) inteligible de la intencionalidad y del sentido, sufre un asalto a la vez brutal y seductor. ¿De dónde surgió esta rebeldía contra el logos, este cuestionamiento fundamental del ideal, de la utopía concreta -porque es realizable, como acabamos de verlo-, de una hermenéutica de la razón, de un desciframiento, por tentativo, por vulnerable que sea (hay que mantener abiertas, dice Kierkegaard, las heridas de la posibilidad) de las relaciones entre la palabra y el mundo? ¿Cuáles fueron las raíces de la desconstrucción? Vasto tema del que no quisiera tocar sino, apenas y de paso, dos elementos.
La desconstrucción tiene como matrices a la historia, al contexto, a la extratextualidad seminal del judaísmo moderno, no sólo en la persona de su jefe de fila, sino también en los Estados Unidos, esfera superior de su brillo más evidente. La desconstrucción es la rebeldía edipiana de ese judaísmo contra casi tres milenios de autoridad (auctoritas) casi sagrada, casi totémica (Freud está en el juego, por supuesto) de la palabra y del verbo. Autoridad siempre imperiosa y reimpuesta por el comentario y el comentario del comentario. Esa eterna lectura que relee, esas interpretaciones de la interpretación fueron la patria del judío, su único e inalienable terruño en el exilio. Repudiar la presencia real del sentido en el mensaje, su inteligibilidad última -y así fuera, como dije, la del horizonte mesiánico-, repudiar la posibilidad de lecturas acumuladas y que concuerdan finalmente, de esas letras y sílabas de fuego que arden en cada escrito, es rechazar, en un acto de rebeldía principesca, la esencia histórica y pragmática del judaísmo, de esa religión y de esa identidad librescas entre todas. Como a su manera el psicoanálisis, la desconstrucción es un intento de asesinato desmistificador del patriarcado finalmente teológico u ontoteológico del texto y del contrato mosaico -la tautología fundadora de la zarza ardiente- en la base del judaísmo. Intento que, lógicamente, surge de ese mismo judaísmo.
Pero no es la lógica lo que está esencialmente en cuestión. Son las angustias que suscita el horror del destino judío en Europa. «El Holocausto, acontecimiento absoluto de la historia, fechado históricamente, esa quemadura entera en que toda la historia se abrasó, en que el movimiento del Sentido se abismó (...) En la intensidad mortal, el silencio huidizo del grito innumerable». «Silencio», «grito», el «Sentido» que se abisma, que desaparece en el abismo. Esta definición del Holocausto, de la Shoah por Maurice Blanchot, me parece que define también la desconstrucción y lo que hay de negación del sentido en el postmodernismo. La insensatez de los campos de la muerte, el sinsentido del destino judío en Europa y en Europa Oriental, lo estrictamente indecible (transgresión de decirlo todo) de ese «acontecimiento absoluto», pero sin absolución posible, han quebrado el «movimiento del Sentido» como Occidente lo había vivido desde los presocráticos y el pacto con el Verbo en el Antiguo Testamento. Al proclamar esta ruina del sentido, la desconstrucción es una constatación profundamente judaica, en un contexto concretamente histórico, mucho más que un método sistemático. Es, después de la «quemadura entera» de esta tragedia humana, un juego satírico, él mismo tan triste, tan suicida.
Si el «movimiento del Sentido se abismó» de manera irreparable, entonces la evacuación de la memoria, la nivelación de toda pedagogía y de toda escolaridad clásica, la desconstrucción de la hermenéutica fundada, en un postulado de lo inteligible se habrán salido con la suya. Estaremos en la era del «desastre» (M. Blanchot) o de lo que quisiera llamar la del «contrasentido» y de la cual la desconstrucción y ciertos aspectos del postmodernismo son el carneval pasablemente siniestro (en donde «carneval» quiere decir efectivamente el «adiós a la encarnación»). Entonces, una lectura bien hecha ya no tendrá sentido alguno, en la connotación a la vez epistemológica y psicológica del término. Pero, hacia y en contra de todo lo que vivimos en este siglo de medianoche, y que el encadenamiento de las masacres y las inhumanidades de un capitalismo tardío nos hace vivir todavía, ¿es seguro este apocalipsis?
La intuición de lo inteligible y la sed de entender están inscritas en el ser humano. Es finalmente absurda la hipótesis de la producción de un acto semiótico -el texto, el cuadro, el fragmento de música- que no quisiera ser entendido, que no quisiera comunicar, aunque le costara mucho trabajo, aunque fuera a través del tiempo y de las mutaciones de conciencia. Hay textos que juegan con una ambigüedad total, que quieren ser huidizos o carecer de sentido para siempre. Son muy escasos y pertenecen a los márgenes de lo esotérico o, precisamente, del juego. Por cierto, como los niños que juegan a las escondidas, semejantes virtuosismos o malabarismos se enmascaran con la esperanza de ser descubiertos y puestos a la luz (piénsese de Mallarmé, en Lewis Carroll o en el lenguaje órfico de un futurista como Khlebnikov). La noción de que todo es juego de palabras y remolino autista en torno a un vacío, a una ineluctable insignificancia, va en contra no sólo de toda experiencia histórica sino de las estructuras primordiales del psiquismo humano en cuanto individualidad e intersubjetividad comunicante. Justamente cuando busca fingirse loco, Hamlet quisiera hacerle creer a Polonio que lo que está leyendo no son sino «palabras, palabras, palabras». Pero aún ahí, el soberano sentido común de Shakespeare ironiza: en la obra resultará más adelante que no son sino palabras, ciertamente, ¡pero de Montaigne!
La afirmación de que el sentido tiene un sentido, de que el texto o la obra de arte quieren ser inteligibles, de que hay ciertos límites -es el punto clave- a la diversidad de las interpretaciones recibibles, de que los desacuerdos y subjetividades inevitables en una lectura tienden hacia la posibilidad de un consenso, de un textus receptus como dicen los «amantes del Verbo» que son los filólogos, esa afirmación siempre ha sido y siempre será una apuesta. Una especie de apuesta pascaliana frente a lo que en definitiva -ahí es donde la desconstrucción es formalmente irrefutable- no se puede probar. Es posible, en efecto, que el demonio imaginado por Descartes sea dueño de un universo perfectamente absurdo, in-sensato, mentiroso. De un universo en que toda lectura (y percepción) no puede ser sino falsa lectura ya que no puede haber correspondencia, por polivalente, por momentáneamente opaca que fuera, entre las palabras y las cosas. Esta posibilidad subsiste como subsiste el mundo del alucinado, del esquizofrénico. Tiene el atractivo de un último vértigo. También tiene su irresponsabilidad política básica y las veleidades de lo inhumano. Por añadidura, no hay nada más apagado, más aburrido para el zoon phonoun, «el animal que habla», el hombre, que un mundo con el sentido desconstruido. Es la pasión por lo inteligible -homo sapiens- lo que hace más o menos soportable nuestra condición biológica, que es la de la mortalidad y que constituye lo que nos queda de dignidad. Querer entender, hacer una buena lectura, ¿no es querer ser libre?
Sin embargo, repito que esta afirmación «constructiva» sólo es una apuesta, un salto «a lo pleno». Hacer esta apuesta, y en este momento de nuestra historia europea, me parece absolutamente necesario. Sólo gracias a una «apuesta sobre el sentido», a una resurrección de las artes de la memoria, a una tensión constante hacia el entendimiento, sólo gracias a la escucha del decir de libertad humana que murmura o proclama, que susurra o canta todo poema válido, sabríamos retirar del abismo, de la cenizas vivas de la quemadura entera, el sentido que queda en nuestra condición. Lo que está en juego, sin duda siempre epistemológica y técnicamente, es, en último análisis, la posibilidad de una ética. Las presiones y las aperturas sobre el ser que implica el frente a frente con el otro son igualmente las que implica el encuentro con el texto, la acogida, el alojamiento en nosotros que intentamos darle. Ahí donde acabaría semejante encuentro, se instalaría -¿acaso no está en camino de hacerlo?- esa barbarie particular que es la de la trivialidad.

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