viernes, 18 de marzo de 2011

Flaubert, Cervantes, Darwin

José Ortega y Gasset*
La infecundidad de lo que ha solido llamarse patriotismo en el pensamiento español se manifiesta en que los hechos españoles positivamente grandes no han sido bastante estudiados. El entusiasmo se gasta en alabanzas estériles de lo que no es loable y no puede emplearse, con la energía suficiente, allí donde hace más falta.
Falta el libro donde se demuestre al detalle que toda novela lleva, dentro, como una íntima filigrana, el Quijote, de la misma manera que todo poema épico lleva, como el fruto el hueso, la Ilíada.
Flaubert no siente empacho en proclamarlo: «Je retrouve —dice— mes origines dans le livre que je savais par coeur avant de savoir lire: Don Quichotte».1 Madame Bovary es un don Quijote con faldas y un mínimo de tragedia sobre el alma. Es la lectora de novelas románticas y representante de los ideales burgueses que se han cernido sobre Europa durante medio siglo. ¡Míseros ideales! ¡Democracia burguesa, romanticismo positivista!


Flaubert se da perfecta cuenta de que el arte novelesco es un género de intención crítica y cómico nervio: «Je tourne beaucoup à la critique —escribe al tiempo que compone la Bovary—; le roman que j’écris m’aiguise cette faculté, car c’est une oeuvre surtout de critique ou plutôt d’anatomie».2 Y en otro lugar: «Ah!, ce qui manque à la société moderne ce n’est pas un Christ, ni un Washington, ni un Socrate, ni un Voltaire, c’est un Aristophane».3
Yo creo que en achaques de realismo no ha de parecer Flaubert sospechoso y que será aceptado como testigo de mayor excepción.
Si la novela contemporánea pone menos al descubierto su mecanismo cómico, débese a que los ideales por ella atacados apenas se distancian de la realidad con que se los combate. La tirantez es muy débil: el ideal cae desde poquísima altura. Por esta razón puede augurarse que la novela del siglo xix será ilegible muy pronto: contiene la menor cantidad posible de dinamismo poético. Ya hoy nos sorprendemos cuando al caer en nuestras manos un libro de Daudet o de Maupassant no encontramos en nosotros el placer que hace quince años sentíamos. Al paso que la tensión del Quijote promete no gastarse nunca.
El ideal del siglo xix era el realismo. «Hechos, sólo hechos» —clama el personaje dickensiano de Tiempos difíciles—. El cómo, no el porqué; el hecho, no la idea —predica Augusto Comte—. Madame Bovary respira el mismo aire que Mr. Homais —una atmósfera comtista—. Flaubert lee la Filosofía positiva en tanto que va escribiendo su novela: «c’est un ouvrage —dice— profondément farce; il faut seulement lire, pour s’en convaincre, l’introduction qui en est le résumé; il y a, pour quelqu’un qui voudrait faire des charges au Théâtre dans le goút aristophanesque, sur les théories sociales, des californies de rires».4
La realidad es de tan feroz genio que no tolera el ideal ni aun cuando es ella misma la idealizada. Y el siglo xix, no satisfecho con levantar a forma heroica la negación de todo heroísmo, no contento con proclamar la idea de lo positivo, vuelve a hacer pasar este mismo afán bajo las horcas caudinas de la asperísima realidad. Una frase escapa a Flaubert sobradamente característica: «on me croit épris du réel, tandis que je l’exècre; car c’est en haine du réalisme que j’ai entrepris ce roman».5
Estas generaciones de que inmediatamente procedemos habían tomado una postura fatal. Ya en el Quijote se vence el fiel de la balanza poética del lado de la amargura para no recobrarse por completo hasta ahora. Pero este siglo, nuestro padre, ha sentido una perversa fruición en el pesimismo; se ha revolcado en él, ha apurado su vaso y ha comprimido el mundo de manera que nada levantado pudo quedar en pie. Sale de toda esta centuria hacia nosotros como una bocanada de rencor.
Las ciencias naturales basadas en el determinismo habían conquistado durante los primeros lustros el campo de la biología. Darwin cree haber conseguido aprisionar lo vital —nuestra última esperanza— dentro de la necesidad física. La vida desciende a no más que materia. La fisiología a mecánica.
El organismo, que parecía una unidad independiente, capaz de obrar por sí mismo, es inserto en el medio físico, como una figura en un tapiz. Ya no es él quien se mueve, sino el medio en él. Nuestras acciones no pasan de reacciones. No hay libertad, originalidad. Vivir es adaptarse; adaptarse es dejar que el contorno material penetre en nosotros, nos desaloje de nosotros mismos. Adaptación es sumisión y renuncia. Darwin barre los héroes de sobre el haz de la tierra.
Llega la hora del roman expérimental. Zola no aprende su poesía en Homero ni en Shakespeare, sino en Claudio Bernard. Se trata siempre de hablarnos del hombre. Pero como ahora el hombre no es sujeto de sus actos, sino que es movido por el medio en que vive, la novela buscará la representación del medio. El medio es el único protagonista.
Se habla de producir el ambiente. Se somete el arte a una policía: la verosimilitud. ¿Pero es que la tragedia no tiene su interna, independiente verosimilitud? ¿No hay un vero estético —lo bello—? ¿Y una similitud a lo bello? Ahí está, que no lo hay; según el positivismo: lo bello es lo verosímil y lo verdadero es sólo la física. La novela aspira a fisiología.
Una noche en el Père Lachaise, Bouvard y Pécuchet entierran la poesía —en honor a la verosimilitud y al determinismo—.
Flecha hacia la izquierda (anterior) Flecha hacia arriba (subir) Flecha hacia la derecha (siguiente)
  • (*) José Ortega y Gasset, «Flaubert, Cervantes, Darwin», en Obras completas, I (Meditaciones del Quijote, Meditación primera, 20), Madrid: Alianza Editorial, 1983 (1914), pp. 399-400. volver
  • (1) Correspondance, II, 16. volver
  • (2) Ib., 370. volver
  • (3) Ib., 159. volver
  • (4) Correspondance, II, 261. volver
  • (5) Ib., III, 67-68. Véase lo que escribe sobre su Diccionario de lugares comunes: Gustavus Flaubertus, Bourgeoisophobus. volver

No hay comentarios:

Publicar un comentario